Simple. Limpio. Sin fisuras.
Guardando silencio, no recordando, no mentando la bicha. Negando su existencia. Repitiendo que su advenimiento era todavía muy lejano. Quizás así desaparezca.
Y fue entonces cuando empezó. En la caja tonta, a ritmo de reclamo de cambio de estación en grandes almacenes, de repente, la estación desapareció para dar paso a lo innombrable.
«No será nada» pensé. «Pasará desapercibido» me decía.
Pero la obstinada realidad empezó a llenar las calles. Primero las vitrinas. Dos copos de nieve en cartulina, un pequeño árbol puntiagudo, el destello de una esfera especular...
«Espera, no te alarmes, pasará».
Sin prisa pero sin pausa, la avalancha seguía su impertérrito paso de avance. Tuve un respingo al ver al primer panzón de terciopelo rojo haciendo de fachada rocódromo (sin ninguna medida de seguridad, ni arnés ni nada, he de decir).
Tuve la esperanza del olvido, de la holgazanería, de ese rezongar que nos mantiene atornillados al sofá, para convertir en un reducto, lejos de los destellos sibilinos y los colores brillantes, mi morada.
Y entonces cayó sobre mí como un hachazo que uno no ve que empieza a caer y que se percibe cuando ya es demasiado tarde.
- «¿Tienes por ahí un ladrón?»
+ «¿Un ladrón? ¿Para qué?»
- «Esta tarde voy a montar el árbol y lo necesito para las luces»
Como alguien dijo mirando esa nieve que la tele ya no tiene desde que es digital... ¡Ya están aquí!
Felices fiestas.
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